viernes, 17 de junio de 2011

Creer en los dioses que ordenan el mundo...

¡¡Hola querid@s amig@s!!

Estamos cerca de un acontecimiento que cada vez toma más fuerza entre nosotr@s.  La Celebración del Inti Raymi.  Una ceremonia ancestral, del tiempo de los amigos de Pacha, que marca el inicio del Nuevo Ciclo de la Naturaleza en nuestro hemisferio sur...

Y como regalo a quienes andan en busca de sentidos raizales, con Pacha queremos ofrecerles este texto tan bello de nuestro querido filósofo Rodolfo Kusch...

Deseamos de todo corazón que puedan disfrutarlo, valorarlo y sentirlo tanto como nosotras!!!

Un abrazo profundo y

FELIZ AÑO NUEVO!!!




LA ZAMBA Y LOS DIOSES©

Preguntar por el sentido de la zamba es como preguntar por los habitantes de Marte.  Y eso ocurre así porque la idea de la vida que supone una zamba, parece ser totalmente al revés de la idea de vida que tenemos en Buenos Aires.  Aquí andamos siempre muy ocupados: hacemos teatro, vamos a las conferencias, realizamos negocios, discutimos sobre política, gritamos, saltamos, corremos, estudiamos, y la zamba nada tiene que ver con todo esto.  Más aún, una zamba nos hace perder el tiempo y entonces realmente no nos sirve.
Veamos, por ejemplo, ¿en qué circunstancias solemos escuchar zambas? Ante todo hay que pertenecer a una secta integrada por un número limitado de adoradores de la zamba, quienes se reúnen siempre en lugares extraños, un poco en las trastiendas de nuestra ciudad, casi siempre de noche, y en las primeras horas de la mañana suelen desparramarse sin dejar rastro.  ¿Y qué hacemos ahí?
Pues nos pasamos largas horas con la cara triste, en medio del vaivén rítmico de las guitarras y del vino, acompañando nuestra congoja con tiras de asado, alguna empanada y, si se da una fuerte influencia del norte, algún locro explosivo como para no morir de pena.
Por supuesto que todo ocurrirá en un ambiente extremadamente quieto, en el cual siempre hay alguien que canta y a quien seguimos la melodía con la voz en el sótano, mientras hojeamos desesperados una antología folklórica, intentando infructuosamente localizar la zamba de turno.
Evidentemente se trata de un rito, para el cual hay que estar dispuesto, de tal modo que nadie que prefiere los Beatles o se aburra con facilidad, podrá encontrar en esta reunión sentido alguno.  Entonces cabe preguntar: ¿si la zamba es triste, si en los ritos zamberos apenas se come, si andamos con la cara larga y hasta corremos el riesgo de aburrirnos, para qué sirve la zamba?
Porque en Buenos Aires hacemos todo lo contrario.  Aquí es preciso ser  alegre, activo y evitar en lo posible el aburrimiento.  Y para eso hay que hablar, hay que decir siempre lo que se es, porque si uno no muestra que es alguien, la gente dirá de uno lo mismo que dice de la zamba: “No sirve para nada”.  La zamba en cambio es silenciosa, nadie dice, durante el rito, quién es y nada se mueve fuera de las manos del guitarrero.  En este sentido, integrar una secta de zamberos significa echarse a perder.
Peor aún, ¿De dónde proviene la zamba? Pues del Norte.  ¿Y qué tenemos que ver con el norte, si el país progresa por el sur, aquí en La Pampa, o mejor aún: en Buenos Aires?  Allá en el norte, además, lo creemos así, los hoteles dejan mucho que desear y eso nos choca.  Mantenemos siempre una rigurosa mística de la pulcritud.  Nos creemos realmente limpios de cuerpo y alma.  ¿Acaso no exportamos desde Buenos Aires al interior la democracia, la inteligencia, la cultura, las buenas costumbres y esa impresionante actividad que desplegamos diariamente?  Y el norte ¿qué es?  Allá hay coyas que no se bañan en toda su vida y además, cuando se cruza Santiago del Estero, hay que tragar siempre tanto polvo...
Y para rematar el sentido que aquí en Buenos Aires tenemos de la zamba, diremos que, para peor de los males, ella se liga con los montoneros.  ¿Y qué tendrán que ver los montoneros con nosotros?  El país se formó sobre la base contraria a la de los montoneros, precisamente sobre el comercio, la industria, las buenas costumbres y el arte universal.  Ese es nuestro país.  Así lo decretaron nuestros próceres, los de la organización nacional, encabezada por Mitre, en la segunda mitad del siglo pasado, casi en la misma época en que degüellan al Chacho Peñaloza.
Y es natural.  Si la zamba viene del norte del país y proviene de los montoneros, ella traba nuestra actividad en Buenos Aires.   Porque aquí pensamos estrictamente en el futuro del país y nunca en su pasado, ni tampoco en lo que va más allá de La Pampa.  Hacia la Pampa, como hacia el pasado, nada hay, en cambio hacia el futuro tenemos tantas cosas: tenemos siempre en vista una gran empresa, algún terrenito propio, la pavimentación de alguna calle, alguna fama o un viaje a la luna.  Y para ganar ese futuro es preciso ser inteligente, tener buenos modales, estar bien vestido, moverse todo el día, tener piano y no guitarra y estrenar a Ionesco y no a García Velloso.
Indudablemente la zamba agrupa a una secta siniestra, peor que la masonería, porque trata de hacer todo lo contrario de lo que nos enseñaron desde la escuelita primaria hasta nuestros padres aquí en Buenos Aires.  Con los zamberos vamos hacia atrás, pero nunca hacia delante.
Y sin embargo la zamba nos fascina.  ¿Porqué?  Aunque sepamos que perteneció a los montoneros, aunque provenga de las espaldas del país, aunque perdamos durante ocho horas el tiempo, con la cara larga chupeteando una empanada, balbuceando apenas alguna letra mal aprendida, no obstante todo eso la zamba nos fascina.
Al fin de cuentas se trata de algo muy simple.  Apenas es una danza que se realiza en un momento especial de cualquier fiesta popular, ese momento en el cual una pareja sale al centro de la pista y la gente la rodea.  Ahí hombre y mujer se enfrentan.  Ella esquiva al hombre y éste la asedia.  Varias veces trazan un círculo mientras revolean los pañuelos, al ritmo de las guitarras y de algún bombo que parecen tropezar con las entrañas.  Al fin el hombre la seduce y ella se deja conquistar.  Y eso es todo.  Se diría un ABC que balbucea el pueblo y nada más.  Y sin embargo la zamba nos fascina.  ¿Es que habrá en ella algo más?
Bueno, eso es difícil determinarlo.  Al menos para nosotros.  Porque ¿qué somos nosotros?  Pues desde ya nos consideramos mejores que el resto de la gente.  Somos los que sostenemos a Buenos Aires con nuestro afán de empresa, con nuestra moralidad en los negocios, con nuestra cultura universitaria, con nuestra actividad política o artística.  En suma: somos una simple clase media que, como es natural, no se considera pueblo y por consiguiente ha perdido el lenguaje de éste.  Pueblo para nosotros es masa, y nosotros somos individualistas, inteligentes y progresistas.  Y poco o nada nos importa aprender el lenguaje del pueblo, mejor dicho, lo usamos en política sin saber en qué consiste, y en folklore lo desmenuzamos sin saber qué cosas quiere decir.  No por nada el término folklore fue inventado por la burguesía inglesa en 1848 cuando se creía suficientemente distanciada del pueblo y se disponía a estudiar ese bicho absurdo que era la masa, esa misma que la apoyaba políticamente.
Pero aunque seamos tan inteligentes y tan emprendedores, sin embargo la zamba nos fascina.  ¿Porqué?  ¿Qué pasa?  ¿Será que en la zamba queda enredada alguna parte de uno mismo que nuestro estilo de vida actual no contempla?  Aun aquellos que odian todo lo vinculado a la zamba, ¿porqué la odian?  ¿Tendrán miedo de ver una parte reprimida de sí mismos enredada en la música?
Veamos.  En la escuelita nos enseñaron nuestro afán de progreso.  Cuando jóvenes pensamos en armar alguna empresa.  Cuando maduros ya compramos el terrenito.  En el terrenito ponemos la casita, en la casita, la familia.  ¿Y después?  ¿Ahí se acabó todo?  ¿Nada más que eso era?  ¿En eso consistían nuestros ideales de progreso, de inteligencia, nuestra mística de la ciencia o la del arte universal?  ¿No se habrá quedado algo en todo esto?
Cuando uno recorre una calle céntrica un día de semana, a la hora en que están abiertos los bancos, y ve tantos buenos ciudadanos disparando por todos lados para conseguir las cositas que necesitan para vivir en la ciudad, uno no puede evitar la sospecha de que, para hacer todo eso, gastan solo una pequeña parte de su humanidad.  ¿Y la otra?  ¿Qué hacen con ella?  ¿Será que somos muy libres y muy inteligentes porque usamos solo una pequeña parte de nosotros?  ¿Y qué hacemos con la otra?  A veces pienso que una ciudad bonita y pulcra, con toda su apariencia pomposa sólo puede erigirse si se deja en algún lado alguna tremenda letrina en donde el buen ciudadano pueda escupir ese margen de vida que no sabe cómo vivir, y que él debe reprimir y encapsular para que no se vea. 
Andamos siempre sobre el asfalto pero un pie se nos mete en el barro.  ¿Quién podrá negarlo?  Aunque adoptemos la mística de la empresa, de la ciencia o del arte, o simplemente la actitud del sobrador o del chistoso, siempre en cada caso lo hacemos ocultando el delito de llevar algo escondido, esa mitad del hombre que nunca debemos revisar porque, si no, nos venimos abajo.  Y otra vez la pregunta.  ¿Porqué nos fascina la zamba?   ¿Habremos metido en ella eso que nos hemos prohibido mostrar?
Dijimos que la zamba era una danza muy simple, en la cual hombre y mujer se enfrentan en un espacio reducido.  Bueno, ahí está la cosa.  Si pensamos que la que baila es Fulanita con un señor Fulano, perdemos el sentido de la danza.  Pero si pensamos que en vez de dos personas de carne y hueso, son dos principios opuestos lo que buscan conjugarse, el sentido cambia.
Es que el pueblo no habla el mismo lenguaje que nosotros.  Su abecedario no tiene letras, sino apenas formas, movimientos,  gestos.  Y no es que el pueblo sea analfabeto, sino que quiere decir cosas que nosotros ya no decimos.  Porque ¿de dónde viene sino el sentido ritual de la zamba, su coreografía, cada uno de sus episodios tan reglamentados, y tan conservados hasta nosotros?  ¿Será posible que el pueblo solo quiso expresar el flirteo de una pareja?  No puede ser, ¿verdad?
Cuando recorremos la Biblia y nos topamos con el episodio de Adán y Eva, ¿qué pensamos?  Pues que hubo una señora muy mal educada llamada Eva que infringe las prohibiciones del paraíso, le da una manzana prohibida a su marido, el señor Adán, y ambos son echados de su alojamiento.
¿Qué pasaría si revisáramos las leyendas de Viracocha, dios de los Incas?  También en este caso él se desdobla en un hombre y una mujer, y ambos descienden al mundo y lo ordenan para luego volver al cielo.  Qué cosas pensaron los incas.  Nosotros nunca creeríamos en esto.
Claro, así vistas las cosas, por supuesto.  ¿Pero quién es más torpe?  ¿Nosotros, que no entendemos el simbolismo, o el pueblo que escribió la Biblia y compuso la zamba?  A fuerza de ser prácticos hemos perdido la capacidad de entender al pueblo.
Pero, ¿cuál es ese simbolismo que se nos escapa?  Quizá lo encontremos entre los chinos.  En el Libro de las Mutaciones, totalmente anónimo y de evidente origen popular, es decir escrito por la masa, se habla de dos principios: uno oscuro, el yin, y otro claro, el yang, y ambos dominan al mundo.  Todo lo que es claro puede pasar a ser oscuro, y todo lo que es oscuro puede pasar a ser claro.  El chino tenía una idea muy clara de la vida.  Nunca trataba de torcerla, sino que simplemente veía cómo ella iba siempre de un lado a otro, del placer al dolor y del dolor al placer.  Y un rey trazó entonces un emblema. Un círculo en el cual figuraban dos partes, una clara y otra oscura y ambas separadas por una línea ondulada, como en ritmo de danza: evidentemente era la danza entre el yin y el yang, la parte oscura y la parte clara del universo, pero en equilibrio y abarcando partes iguales.  Ser sabio entre los chinos era conseguir el equilibrio como en aquel dibujo del rey.
Y ahora atemos cabos.  Entre los incas un dios se desdobla en una pareja; entre los hebreos, pasa lo mismo, pero nos cuentan otra cosa más, cómo la pareja es echada del paraíso; y entre los chinos los dos opuestos son equilibrados en un dibujo.  ¿Qué pasa con todo esto?  Pues son los símbolos que encarnan los aspectos más aburridos, pero más angustiosos del hombre; encarnan la vida simbolizada en dos opuestos y la angustia antigua de estar siempre entre el placer y el dolor, entre la tristeza y la alegría, entre la vida y la muerte, y ambos tan opuestos como el hombre y la mujer; y también muestra el afán, aún más antiguo, de conseguir siempre el equilibrio entre ambos.  ¿Como en la zamba?  Quizá.  Porque ¿qué sentido tiene el triunfo final de la zamba, cuando el hombre es aceptado por la mujer?  ¿Acaso ahí no retorna la paz definitiva, como si ambos entraran de vuelta en el paraíso, como si consiguieran superar el yin y el yang chinos, como si hubieran terminado de ordenar el mundo en el pequeño círculo de la pista para volver de nuevo al cielo, y ver la faz de la divinidad?
Realmente, se diría que nosotros nos hemos empeñado en echar a los dioses en los últimos ciento cincuenta años de cultura occidental, pero ellos han dejado un reguero de palabras divinas en el balbuceo del pueblo.  Por eso los pueblos que son muy pobres, dicen siempre la misma cosa: buscan en la danza, en el mito, en la copla el equilibrio de los opuestos.  Y nosotros, que somos ahora más ricos que ellos, ni eso decimos ya: perdimos el habla, aunque hablemos todo el día.  Por eso la zamba nos fascina.  Nos hemos esmerado en encontrar soluciones externas y perdimos de vista lo que nos pasa adentro.  Lo dijimos: vivimos con la mitad del hombre afuera y la otra escondida, pasada por el barro.  Y ésta pone el ojo en la zamba, porque advierte en ella el resto mutilado de algún verbo divino, ese que simula el ritual del equilibrio por medio de los opuestos.  Y, en este sentido, la zamba es una palabra demasiado grande, tan grande que nunca alcanzamos a decirla íntegramente en la ciudad: porque ahí el pueblo nos habla de los que sufre y pone además una solución, la única posible, aquella en la cual el hombre y mujer se unen, día y noche se superan, dios y diablo se hermanan.
Cuando se dicen esas cosas, el hombre se reintegra.  Ahí tornamos a ser pueblo, nos volvemos a incorporar a la masa, pero como quien retorna a lo puramente humano, donde se da el puro hombre sin pretensiones, conciliado con su parte prohibida.  Es en suma el verdadero sentido del paraíso, ese por el cual uno pregunta, aún después de haber levantado su negocio con sudor y lágrimas, o haber comprado su terreno o haber ocupado alguna posición importante.  Ahí asoma por el lado del pueblo el paraíso: pero en su sentido elemental como un lugarcito recién creadito, a punto, como para hincarle el diente y arrancar íntegramente el pedazo de vida que cada uno tiene derecho a vivir.
Y aquí asoma también el sentido subversivo que tiene la zamba.  Nos habla de otro estilo de vida logrado con sangre por un pueblo que en el fondo desconocemos.  Un estilo de vida siempre supone abarcar todos los aspectos del hombre, incluso los malos.  ¿Y puede haber estilo cuando se vive por el negocio, cuando se piensa en la universalidad del arte, cuando se esgrime ideas democráticas o totalitarias sólo para encubrir nuestro intereses comerciales, o cuando se adquiere rigurosamente buenos modales sólo para no hacer papelones en las reuniones?
La zamba denuncia un poco nuestra falta de sentido.  Nos dice que no sabemos para qué, ni para dónde debemos marchar.  Por eso, con qué verdad, con qué autenticidad y con qué solidez pesa el ritmo de la zamba.  ¿Podrá compararse con la gratuita y poco dictatorial pesadez con que nuestro buen ciudadano encuentra soluciones para todas las cosas?
Pero aunque juguemos a esta pesadez, amparada por nuestra cultura o nuestra actividad, aunque gritemos siempre nuestra importancia, aunque destaquemos a gritos nuestro nombre o nuestro apellido, aunque enumeremos siempre todas nuestras hermosas cosas que hemos adquirido con nuestra plata, aunque hagamos todo esto, siempre habrá en lo más profundo de nosotros, esa parte de nuestra humanidad, escamoteada a la vista del prójimo, desde la cual nos gustaría poder vivir íntegramente, con tanta intensidad silenciosa y pura como quien baila una zamba con su vida al son de su ritmo ronco y lento, sabiendo que al fin del baile habrá un pedazo de paraíso, la unión con la compañera, para recobrar la mitad del mundo, para volver a la divinidad.  ¿Y qué más se puede pedir?  Realmente la sabiduría de nuestro pueblo es infinita.


© Rodolfo Kusch “Indios, porteños y dioses”, ppss. 284 – 294, Obras Completas, Tomo I, Editorial Fundación Ross, Bs. As., 2000

martes, 7 de junio de 2011

Saludos desde el silencio...

Hola querid@s amig@s!!!
El tiempo pasa y los silencios se alargan como las sombras otoñales, en esta época de llamado natural al descanso y la introspección...

Con Pacha estuvimos viajando a lugares entrañables, respiramos nuevos aires de siempre, y reconocimos amig@s de caminos antiguos...

En este tiempo de silencios otoñales, Pacha nos trae, en el susurro del viento entre los árboles, girones de memoria que se enredan en las fechas del calendario que vemos a diario...

Los vientos de esta época agitan el emblema de la Patria, blanco y celeste, y entonan canciones a la Bandera creada por Belgrano en un bucólico día de 1812 a la orilla de un legendario Río Paraná...

Pero otros vientos más inquietos, más revoltosos y traviesos, remueven el polvo de algunos textos olvidados, y nos cuentan de una banda celeste, blanca y celeste, creada por el Rey Carlos III de España, como emblema de la Orden que creara en 1771, para honrar a aquellos hombres que mostraran una profunda lealtad a su persona y su reino...

Banda que luego, en 1800, fuera pintada por los pinceles doloridos de Goya sobre los torsos de la Real Familia de los Borbones...

Otros párrafos pseudo-clandestinos, nos cuentan que un ferviente defensor de la realeza española, en 1794 llega a Buenos Aires, después de un largo período de estudios en la Universidad de Salamanca, para hacerse cargo de su nuevo nombramiento como Secretario Perpetuo del Real Consulado que funcionaría en la citada ciudad y que, en muestra de sus sentimientos, no solamente exhibe la bandera blanca y roja de la España conquistadora, sino también la celeste y blanca de la Real Orden de Carlos III.

También podemos saber que ya el cuerpo de Patricios que luchara contra los ingleses en los dos intentos de invasión, lucían un uniforme de chaqueta celeste y pantalón blanco...

Así que realmente nos preguntábamos con Pacha, después de escuchar los susurros del viento, si no estaremos honrando un emblema colonialista, colonizador y colonizante disfrazado de independiente por un grupo de "ilustrados" revolucionarios que también disfrazaron sus intenciones desde el famoso Mayo de 1810 en adelante...

Y también nos preguntamos porqué y hasta cuando seguiremos festejando con más importancia una revolución elitista y centralista de intereses mercantilistas, en desmedro de una fecha que intentó un federalismo que nunca logramos...

Pensamos, no?? que mientras se reactualicen, a través de ritos mal entendidos y desconectados, los mitos nefastos de nuestro nacimiento como país, seguiremos padeciendo una historia que poco nos deja de sol resplandeciente en el alma colectiva...

Con todo el cariño que nos brota desde las raíces de nuestro querido suelo, deseamos proponer una reflexión profunda y sincera sobre el sentido de los sinsentidos que vivimos, actuamos y reactualizamos sin darnos demasiada cuenta de lo hondo que calan en nuestro espíritu y principalmente en el de nuestr@s niñ@s...

Un saludo desde lo más sentido del corazón para tod@s...


Bibliografía: "Vida, Epoca y Obra de Manuel Belgrano" - Ovidio Gimenez - Editorial Ciudad Argentina - Academia Argentina de la Historia, 1999

Qhapaq Inti Raymi - Solsticio de Verano

La herencia cultural ancestral es un legado profundo que permite, a quienes buscan, encontrar el camino de regreso a la conexión sagrada que...